San Ambrosio
Arzobispo de
Milán
Año 397
San
Ambrosio: que así como tu palacio de Arzobispo estaba siempre abierto para que
entraran todos los necesitados de ayudas materiales o espirituales, que así
también cada uno de nosotros estemos siempre disponibles para hacer todo el
mayor bien posible a los demás.
Ambrosio significa
"Inmortal".
Este santo es uno de los más famosos
doctores que la Iglesia de occidente tuvo en la antigüedad (junto con San
Agustín, San Jerónimo y San León).
Nació en Tréveris (sur de Alemania)
en el año 340. Su padre que era romano y gobernador del sur de Francia, murió
cuando Ambrosio era todavía muy niño, y la madre volvió a Roma y se dedicó a
darle al hijo la más exquisita educación moral, intelectual, artística y
religiosa. El joven aprendió griego, llegó a ser un buen poeta, se especializó
en hablar muy bien en público y se dedicó a la abogacía.
Las defensas que hacía de los
inocentes ante las autoridades romanas eran tan brillantes, que el alcalde de
Roma lo nombró su secretario y ayudante principal. Y cuando apenas tenía 30
años fue nombrado gobernador de todo el norte de Italia, con residencia en
Milán. Cuando su formador en Roma lo despidió para que fuera a posesionarse de
su alto cargo dijo: "Trate de gobernar más como un obispo que como un
gobernador". Y así lo hizo.
En la gran ciudad de Milán, Ambrosio
se ganó muy pronto la simpatía del pueblo. Más que un gobernante era un padre
para todos, y no negaba un favor cuando en sus manos estaba el poder hacerlo. Y
sucedió que murió el Arzobispo de Milán, y cuando se trató de nombrarle
sucesor, el pueblo se dividió en dos bandos, unos por un candidato y otros por
el otro. Ambrosio temeroso de que pudiera resultar un tumulto y producirse
violencia se fue a la catedral donde estaban reunidos y empezó a recomendarles
que procedieran con calma y en paz. Y de pronto una voz entre el pueblo gritó:
"Ambrosio obispo, Ambrosio obispo". Inmediatamente todo aquel gentío
empezó a gritar lo mismo: "Ambrosio obispo". Los demás obispos que
estaban allí reunidos y también los sacerdotes lo aclamaron como nuevo obispo
de la ciudad. Él se negaba a aceptar (pues no era ni siquiera sacerdote), pero
se hicieron memoriales y el emperador mandó un decreto diciendo que Ambrosio
debía aceptar ese cargo.
Desde entonces no piensa sino en
instruirse lo más posible para llegar a ser un excelente obispo. Se dedica por
horas y días a estudiar la S. Biblia, hasta llegar a comprenderla
maravillosamente. Lee los escritos de los más sabios escritores religiosos,
especialmente San Basilio y San Gregorio Nacianceno, y una vez ordenado
sacerdote y consagrado obispo, empieza su gran tarea: instruir al pueblo en su
religión.
Sus sermones comienzan a volverse muy
populares. Entre sus oyentes hay uno que no le pierde palabra: es San Agustín
(que todavía no se ha convertido). Éste se queda profundamente impresionado por
la personalidad venerable y tan amable que tiene el obispo Ambrosio. Y al fin
se hace bautizar por él y empieza una vida santa.
Nuestro santo era prácticamente el
único que se atrevía a oponerse a los altos gobernantes cuando estos cometían
injusticias. Escribía al emperador y a las altas autoridades corrigiéndoles sus
errores. El emperador Valentino le decía en una carta: "Nos agrada la
valentía con que sabe decirnos las cosas. No deje de corregirnos, sus palabras
nos hacen mucho bien". Cuando la emperatriz quiso quitarles un templo a
los católicos para dárselo a los herejes, Ambrosio se encerró con todo el
pueblo en la iglesia, y no dejó entrar allí a los invasores oficiales.
El emperador de ese tiempo era
Teodosio, un creyente católico, gran guerrero, pero que se dejaba llevar por
sus arrebatos de cólera. Un día los habitantes de la ciudad de Tesalónica
mataron a un empleado del emperador, y éste envió a su ejército y mató a siete
mil personas. Esta noticia conmovió a todos. San Ambrosio se apresuró a
escribirle una fuerte carta al mandatario diciéndole: "Eres humano y te
has dejado vencer por la tentación. Ahora tienes que hacer penitencia por este
gran pecado". El emperador le escribió diciéndole: "Dios perdonó a
David; luego a mí también me perdonará". Y nuestro santo le contestó:
"Ya que has imitado a David en cometer un gran pecado, imítalo ahora
haciendo una gran penitencia, como la que hizo él".
Teodosio aceptó. Pidió perdón. Hizo
grandes penitencias, y en el día de Navidad del año 390, San Ambrosio lo
recibió en la puerta de la Catedral de Milán, como pecador arrepentido. Después
ese gran general murió en brazos de nuestro santo, el cual en su oración
fúnebre exclamó: "siendo la primera autoridad civil y militar, aceptó
hacer penitencia como cualquier otro pecador, y lloró su falta toda la vida. No
se avergonzó de pedir perdón a Dios y a la Santa Iglesia, y seguramente que ha
conseguido el perdón".
San Ambrosio componía hermosos cantos
y los enseñaba al pueblo. Cuando tuvo que estarse encerrado con todos sus
fieles durante toda una semana en un templo para no dejar que se lo regalaran a
los herejes, aprovechó esas largas horas para enseñarles muchas canciones
religiosas compuestas por él mismo. Después los herejes lo acusaban de que les
quitaba toda la clientela de sus iglesias, porque con sus bellos cantos se los
llevaba a todos para la catedral de Milán. Sabía ejercitar su arte para
conseguirle más amigos a Dios.
Este gran sabio compuso muy bellos
libros explicando la S. Biblia, y aconsejando métodos prácticos para progresar
en la santidad. Especialmente famoso se hizo un tratado que compuso acerca de
la virginidad y de la pureza. Las mamás tenían miedo de que sus hijas charlaran
con este gran santo porque las convencía de que era mejor conservarse vírgenes
y dedicarse a la vida religiosa (Él exclamaba: "en toda mi vida nunca he
visto que un hombre haya tenido que quedarse soltero porque no encontró una
mujer con la cual casarse"). Pero además de su sabiduría para escribir,
tenía el don de poner las paces entre los enemistados. Así que muchísimas veces
lo llamaron del alto gobierno para que les sirviera como embajador para obtener
la paz con los que deseaban la guerra, y conseguía muy provechosos armisticios
o tratados de paz.
El viernes santo del año 397, a la
edad de 57 años, murió plácidamente exclamando: "He tratado de vivir de
tal manera que no tenga que sentir miedo al presentarme ante el Divino
Juez" (San Agustín decía que le parecía admirable esta exclamación).
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