San Juan
Diego de Cuauhtlatoatzin
San Juan Diego nació en 1474 en el
"calpulli" de Tlayacac en Cuauhtitlán, estaba localizado a 20
kilómetros al norte de Tenochnitlán, México; establecido en 1168 por la tribu
nahua y conquistado por el jefe Azteca Axayacatl en 1467. Cuando nació recibió
el nombre de Cuauhtlatoatzin, que quiere decir "el que habla como
águila" o "águila que habla".
Juan Diego perteneció a la más
numerosa y baja clase del Imperio Azteca; según el Nican Mopohua, era un
"macehualli", o "pobre indio", es decir uno que no
pertenecía a ninguna de las categorías sociales del Imperio, como funcionarios,
sacerdotes, guerreros, mercaderes, etc., ni tampoco formaba parte de la clase
de los esclavos. Hablándole a Nuestra Señora él se describe como "un
hombrecillo" o un don nadie, y atribuye a esto su falta de credibilidad
ante el Obispo.
Se dedicó a trabajar la tierra y
fabricar matas las que luego vendía. Poseía un terreno en el que construyó una
pequeña vivienda. Más adelante, contrajo matrimonio con una nativa sin llegar a
tener hijos.
Opción por Jesucristo
Juan Diego antes de su conversión era
un hombre muy devoto y religioso, -como lo testifica las Informaciones
Guadalupanas de 1666-, esto lo ayudó a poder estar mejor preparado para que,
entre los años de 1524 y 1525, realice una opción total por el Señor Jesús,
bautizándose junto a su esposa; él recibió el nombre de Juan Diego y ella el de
María Lucía. Fueron bautizados por el misionero franciscano Fray Toribio de
Benavente, llamado por los indios "Motolinia" o " el
pobre", por su extrema gentileza y piedad y las ropas raídas que vestía.
De acuerdo a la primera investigación formal realizada por la Iglesia sobre los
sucesos -las Informaciones Guadalupanas de 1666-, Juan Diego parece haber sido
un hombre muy devoto y religioso, aún antes de su conversión.
Hombre de Dios
Desde el siglo XVI, existen
documentos en donde se sabe de la vida y fama de santidad de Juan Diego, uno de
los más importantes fue, sin lugar a dudas, las llamadas Informaciones
Jurídicas de 1666, importante Proceso Canónico, aprobado después por la Santa
Sede y constituido como Proceso Apostólico, cuando se pidió la aprobación para
celebrar la Fiesta de la Virgen de Guadalupe los días 12 de Diciembre. Estas
Informaciones están constituidas por testimonios de ancianos vecinos de
Cuauhtitlán (alguno de ellos de más de cien años de edad); quienes testificaron
y confirmaron la vida ejemplar de Juan Diego.
Gracias a muchas personas que lo
conocieron, sabemos como era el joven modélico. Uno de estos testigos, Marcos
Pacheco, sintetizó la personalidad y la fama de santidad de Juan Diego:
"Era un indio que vivía honesta y recogidamente y que era muy buen
cristiano y temeroso de Dios y de su conciencia, de muy buenas costumbres y
modo de proceder"; en tanta manera que, en muchas ocasiones, le decía a este
testigo su Tía: "Dios os haga como Juan Diego y su Tío", porque los
tenía por muy buenos indios y muy buenos cristianos"; otro testimonio es
el de Andrés Juan quien decía que Juan Diego era un "Varón Santo"; en
estos conceptos concuerdan, unánimes, los otros testigos en estas Informaciones
Jurídicas, como por ejemplo: Gabriel Xuárez, doña Juana de la Concepción, don
Pablo Xuárez, don Martín de San Luis, don Juan Xuárez, Catarina Mónica, etc.
Juan Diego, efectivamente, era para
el pueblo "un indio bueno y cristiano", o un "varón santo";
ya sólo estos títulos bastarían para entender la fortaleza de su fama; pues los
indios eran muy exigentes para atribuir a alguno de ellos el apelativo de
"buen indio" y mucho menos atribuir que era tan "bueno" que
llegaba a considerarse ya "santo" como para pedirle a Dios que a sus
propios hijos o familiares los hiciera igual de buenos y santos como a Juan
Diego.
Ardor por la santidad
San Juan Diego era muy reservado y de
un místico carácter, le gustaba el silencio y realizaba frecuentes penitencias,
solía caminar desde su poblado hasta Tenochtitlán, a 20 kilómetros de
distancia, para recibir instrucción religiosa. Tras la muerte de su esposa
María Lucía en 1529, Juan Diego se fue a vivir con su tío Juan Bernardino en
Tolpetlac, a sólo 14 kilómetros de la iglesia de Tlatilolco, Tenochtitlán.
El caminaba cada sábado y domingo a
la iglesia, partiendo a la mañana muy temprano, antes que amaneciera, para
llegar a tiempo a la Santa Misa y a las clases de instrucción religiosa.
Caminaba descalzo, como la gente de su clase macehualli, ya que sólo los
miembros de las clases superiores de los aztecas usaban cactlis, o sandalias,
confeccionadas con fibras vegetales o de pieles. En esas frías madrugadas usaba
para protegerse del frío una manta, tilma o ayate, tejida con fibras del
maguey, el cactus típico de la región. El algodón era solo usado por los
aztecas mas privilegiados.
Milagroso encuentro
El Sábado 9 de Diciembre de 1531, muy
de mañana, durante una de sus caminatas camino a Tenochtitlán, -recorridos que
solían tomar unas tres horas y media a través de montañas y poblados-, Juan
Diego se dirigía a la Misa Sabatina de la Virgen María y al catecismo, a la
"doctrina" en Tlatelolco, atendida por los franciscanos del primer
convento que entonces se había erigido en la Ciudad de México.
Cuando el humilde indio llegó a las
faldas del cerro llamado Tepeyac, -en donde actualmente se le conoce como
"Capilla del Cerrito"-, de repente escuchó cantos preciosos,
armoniosos y dulces que venían de lo alto del cerro, le pareció que eran coros
de distintas aves que se respondían unos a otros en un concierto de
extraordinaria belleza, observó una nube blanca y resplandeciente, y que se
alcanzaba a distinguir un maravilloso arco iris de diversos colores.
Juan Diego quedó absorto y fuera de
sí por el asombro y "se dijo ¿Por ventura soy digno, soy merecedor de lo
que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Quizá solamente lo veo como entre
sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos
nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la
tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento, acaso en la tierra
celestial? Hacia allá estaba viendo, arriba del cerrillo, del lado de donde
sale el sol, de donde procedía el precioso canto celestial."
Estando en este arrobamiento, de
pronto, cesó el canto, y oyó que una voz como de mujer, dulce y delicada, le
llamaba, de arriba del cerrillo, le decía por su nombre, de manera muy
cariñosa: "Juanito, Juan Dieguito". Sin ninguna turbación, el indio
decidió ir a donde lo llamaban, alegre y contento comenzó a subir el cerrillo y
cuando llegó a la cumbre se encontró con una bellísima Doncella que allí lo
aguardaba de pie y lo llamó para que se acercara.
Cuando llegó frente a Ella se dio
cuenta, con gran asombro, de la hermosura de su rostro, su perfecta belleza,
"su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, y la piedra, el
risco en el que estaba de pie, como que lanzaba rayos; el resplandor de Ella
como preciosas piedras, como ajorca (todo lo más bello) parecía: la tierra como
que relumbraba con los resplandores del arco iris en la niebla. Y los mezquites
y nopales y las demás hierbecillas que allá se suelen dar, parecían como
esmeraldas. Como turquesa aparecía su follaje. Y su tronco, sus espinas, sus
aguates, relucían como el oro". Todo manifestaba la presencia divina.
Ante Ella, Juan Diego se postró, y
escuchó la voz de la dulce y afable Señora del Cielo, en idioma Mexicano,
"le dijo: 'Escucha, hijo mío el menor, Juanito. ¿A dónde te diriges? ' Y
él le contestó: 'Mi Señora, Reina, Muchachita mía, allá llegaré, a tu casita de
México Tlatilolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan
quienes son las imágenes de Nuestro Señor, nuestros Sacerdotes'".
Fiel hijo de María
Así se inició el diálogo filial que
Juan Diego tuvo con Nuestra Señora de Guadalupe. A partir de entonces y hasta
su muerte, el santo indígena se encargo de anunciar el milagroso encuentro,
viviendo y sirviendo en la ermita recién construida, según la voluntad de
Nuestra Señora de Guadalupe, a los pies del cerro del Tepeyac, y en donde fue
colocada la sagrada Imagen, que fuera la prueba contundente para Mons. Juan de
Jumárraga, Obispo de México en aquel entonces, creyera en aquel relato por el
que infinidad de veces Juan Diego lo visitaba. Según cuenta la historia, el
santo mexicano, insistía "por orden de un muchacho" que se le reveló
como "la siempre virgen santa María".
El prudente obispo Zumárraga, se
manifestó escéptico al relato del visitante. Pero el 12 de diciembre de 1531
había que creer o reventar. El indio se apareció nuevamente en el despacho de
su Excelencia con su poncho repleto de rosas. Ya ahí la cosa cambió. Rosas
milagrosas en pleno invierno que sellaron para la eternidad la advocación de Nuestra
Señora de Guadalupe.
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