San Juan
Crisóstomo
Patrono de
los predicadores
Año 407
A este santo arzobispo de
Constantinopla, la gente le puso el apodo de "Crisóstomo" que
significa: "boca de oro", porque sus predicaciones eran enormemente
apreciadas por sus oyentes. Es el más famoso orador que ha tenido la Iglesia.
Su oratoria no ha sido superada después por ninguno de los demás predicadores.
Nació en Antioquía (Siria) en el año
347. Era hijo único de un gran militar y de una mujer virtuosísima, Antusa, que
ha sido declarada santa también.
A los 20 años Antusa quedó viuda y
aunque era hermosa renunció a un segundo matrimonio para dedicarse por completo
a la educación de su hijo Juan.
Desde sus primeros años el jovencito
demostró tener admirables cualidades de orador, y en la escuela causaba
admiración con sus declamaciones y con las intervenciones en las academias
literarias. La mamá lo puso a estudiar bajo la dirección de Libanio, el mejor
orador de Antioquía, y pronto hizo tales progresos, que preguntado un día
Libanio acerca de quién desearía que fuera su sucesor en el arte de enseñar
oratoria, respondió: "Me gustaría que fuera Juan, pero veo que a él le
llama más la atención la vida religiosa, que la oratoria en las plazas".
Juan deseaba mucho irse de monje al
desierto, pero su madre le rogaba que no la fuera a dejar sola. Entonces para
complacerla se quedó en su hogar pero convirtiendo su casa en un monasterio, o
sea viviendo allí como si fuera un monje, dedicado al estudio y la oración y a
hacer penitencia.
Cuando su madre murió se fue de monje
al desierto y allá estuvo seis años rezando, haciendo penitencias y dedicándose
a estudiar la S. Biblia. Pero los ayunos tan prolongados, la falta total de
toda comodidad, los mosquitos, y la impresionante humedad de esos terrenos le
dañaron la salud, y el superior de los monjes le aconsejó que si quería seguir
viviendo y ser útil a la sociedad tenía que volver a la ciudad, porque la vida
de monje en el desierto no era para una salud como la suya.
El llegar otra vez a Antioquía fue
ordenado de sacerdote y el anciano Obispo Flaviano le pidió que lo reemplazara
en la predicación. Y empezó pronto a deslumbrar con sus maravillosos sermones.
La ciudad de Antioquía tenía unos cien mil cristianos, los cuales no eran
demasiado fervorosos. Juan empezó a predicar cada domingo. Después cada tres
días. Más tarde cada día y luego varias veces al día. Los templos donde predicaba
se llenaban de bote en bote. Frecuentemente sus sermones duraban dos horas,
pero a los oyentes les parecían unos pocos minutos, por la magia de su oratoria
insuperable. La entonación de su voz era impresionante. Sus temas, siempre
tomados de la S. Biblia, el libro que él leía día por día, y meditaba por
muchas horas. Sus sermones están coleccionados en 13 volúmenes. Son
impresionantemente bellos.
Era un verdadero pescador de almas.
Empezaba tratando temas elevados y de pronto descendía rápidamente como un
águila hacia las realidades de la vida diaria. Se enfrentaba enardecido contra
los vicios y los abusos. Fustigaba y atacaba implacablemente al pecado. Tronaba
terrible su fuerte voz contra los que malgastaban su dinero en lujos e
inutilidades, mientras los pobres tiritaban de frío y agonizaban de hambre.
El pueblo le escuchaba emocionado y
de pronto estallaba en calurosos aplausos, o en estrepitoso llanto el cual se
volvía colectivo e incontenible. Los frutos de conversión eran visibles.
El emperador Teodosio decretó nuevos
impuestos. El pueblo de Antioquía se disgustó y por ello armó una revuelta y en
el colmo de la trifulca derribaron las estatuas del emperador y de su esposa y
las arrastraron por las calles. La reacción del gobernante fue terrible. Envió
su ejército a dominar la ciudad y con la orden de tomar una venganza espantosa.
Entre la gente cundió la alarma y a todos los invadió el terror. El Obispo se
fue a Constantinopla, la capital, a implorar el perdón del airado emperador y
las multitudes llenaron los templos implorando la ayuda de Dios.
Y fue entonces cuando Juan Crisóstomo
aprovechó la ocasión para pronunciar ante aquel populacho sus famosísimos
"Discursos de las estatuas" que conmovieron enormemente a sus miles
de oyentes logrando conversiones. Esos 21 discursos fueron quizás los mejores de
toda su vida y lo hicieron famoso en los países de los alrededores. Su fama
llegó hasta la capital del imperio. Y el fervor y la conversión a que hizo
llegar a sus fieles cristianos, obtuvieron que las oraciones fueran escuchadas
por Dios y que el emperador desistiera del castigo a la ciudad.
En el año 398, habiendo muerto el
arzobispo de Constantinopla, le pareció al emperador que el mejor candidato
para ese puesto era Juan Crisóstomo, pero el santo se sentía totalmente indigno
y respondía que había muchos que eran más dignos que él para tan alto cargo.
Sin embargo el emperador Arcadio envió a uno de sus ministros con la orden
terminante de llevar a Juan a Constantinopla aunque fuera a la fuerza. Así que
el enviado oficial invitó al santo a que lo acompañara a las afueras de la
ciudad de Antioquía a visitar las tumbas de los mártires, y entonces dio la
orden a los oficiales del ejército de que lo llevaran a Constantinopla con la
mayor rapidez posible, y en el mayor secreto porque si en Antioquía sabían que
les iban a quitar a su predicador se iba a formar un tumulto inmenso. Y así fue
que tuvo que aceptar ser arzobispo.
Apenas posesionado de su altísimo
cargo lo primero que hizo fue mandar quitar de su palacio todos los lujos. Con
las cortinas tan elegantes fabricaron vestidos para cubrir a los pobres que se
morían de frío. Cambió los muebles de lujo por muebles ordinarios, y con la
venta de los otros ayudó a muchos pobres que pasaban terribles necesidades. El
mismo vestía muy sencillamente y comía tan pobremente como un monje del
desierto. Y lo mismo fue exigiendo a sus sacerdotes y monjes: ser pobres en el
vestir, en el comer, y en el mobiliario, y así dar buen ejemplo y con lo que se
ahorraba en todo esto ayudar a los necesitados.
Pronto, en sus elocuentes sermones
empezó a atacar fuertemente el lujo de las gentes en el vestir y en sus
mobiliarios y fue obteniendo que con lo que muchos gastaban antes en vestidos
costosísimos y en muebles ostentosos, lo empezaran a emplear en ayudar a la
gente pobre. El mismo daba ejemplo en esto, y la gente se conmovía ante sus
palabras y su modo tan pobre y mortificado de vivir.
En aquellos tiempos había una ley de
la Iglesia que ordenaba que cuando una persona se sentía injustamente
perseguida podía refugiarse en el templo principal de la ciudad y que allí no
podían ir las autoridades a apresarle. Y sucedió que una pobre viuda se sintió
injustamente perseguida por la emperatriz Eudoxia y por su primer ministro y se
refugió en el templo del Arzobispo. Las autoridades quisieron ir allí a
apresarla pero San Juan Crisóstomo se opuso y no lo permitió. Esto disgustó
mucho a la emperatriz. Y unos meses más tarde Eudoxia peleó con su primer
ministro y se propuso echarlo a la cárcel. Él corrió a refugiarse en el templo
del arzobispo y aunque la policía de la emperatriz quiso llevarlo preso, San
Juan Crisóstomo no lo permitió. El ministro que antes había querido llevarse
prisionera a una pobre mujer y no pudo, porque el arzobispo la defendía, ahora
se vio él mismo defendido por el propio santo. Eudoxia ardía de rabia por todo
esto y juraba vengarse pero el gran predicador gritaba en sus sermones:
"¿Cómo puede pretender una persona que Dios le perdone sus maldades si
ella no quiere perdonar a los que le han ofendido?"
Eudoxia se unió con un terrible
enemigo que tenía Crisóstomo, y era Teófilo de Alejandría. Este reunió un grupo
de los que odiaban al santo y entre todos lo acusaron de un montón de cosas.
Por ej. Que había gastado los bienes de la Iglesia en repartir ayudas a los pobres.
Que prefería comer solo en vez de ir a los banquetes. Que a los sacerdotes que
no se portaban debidamente los amenazaba con el grave peligro que tenían de
condenarse, y que había dicho que la emperatriz, por las maldades que cometía,
se parecía a la pérfida reina Jetzabel que quiso matar al profeta Elías, etc.,
etc.
Al oír estas acusaciones, el
emperador, atizado por su esposa Eudoxia, decretó que Juan quedaba condenado al
destierro. Al saber tal noticia, un inmenso gentío se reunió en la catedral, y
Juan Crisóstomo renunció uno de sus más hermosos sermones. Decía: "¿Qué me
destierran? ¿A qué sitio me podrán enviar que no esté mi Dios allí cuidando de
mí? ¿Qué me quitan mis bienes? ¿Qué me pueden quitar si ya los he repartido
todos? ¿Qué me matarán? Así me vuelvo más semejante a mi Maestro Jesús, y como
El, daré mi vida por mis ovejas..."
Ocultamente fue enviado al destierro,
pero sobrevino un terremoto en Constantinopla y llenos de terror los
gobernantes le rogaron que volviera otra vez a la ciudad, y un inmenso gentío
salió a recibirlo en medio de grandes aclamaciones.
Eudoxia, Teófilo y los demás enemigos
no se dieron por vencidos. Inventaron nuevas acusaciones contra Juan, y aunque
el Papa de Roma y muchos obispos más lo defendían, le enviaron desterrado al
Mar Negro. El anciano arzobispo fue tratado brutalmente por algunos de los
militares que lo llevaban prisionero, los cuales le hacían caminar kilómetros y
kilómetros cada día, con un sol ardiente, lo cual lo debilitó muchísimo. El
trece de septiembre, después de caminar diez kilómetros bajo un sol abrasador,
se sintió muy agotado. Se durmió y vio en sueños que San Basilisco, un famoso
obispo muerto hacía algunos años, se le aparecía y le decía: "Animo, Juan,
mañana estaremos juntos". Se hizo aplicarlos últimos sacramentos; se
revistió de los ornamentos de arzobispo y al día siguiente diciendo estas
palabras: "Sea dada gloria a Dios por todo", quedó muerto. Era el 14
de septiembre del año 404.
Eudoxia murió unos días antes que él,
en medio de terribles dolores.
Al año siguiente el cadáver del santo
fue llevado solemnemente a Constantinopla y todo el pueblo, precedido por las
más altas autoridades, salió a recibirlo cantando y rezando.
El Papa San Pío X nombró a San Juan
Crisóstomo como Patrono de todos los predicadores católicos del mundo.
Que Dios nos siga enviando muchos
predicadores como él.
¿Si Dios está con nosotros, quién
podrá contra nosotros? (San Pablo Rom.8).
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