María, Reina del Universo
Catequesis
de S.S. Juan Pablo II
Audiencia General de los Miércoles,
23 de julio
de 1997
22 de agosto
La devoción popular invoca a María
como Reina. El Concilio, después de recordar la asunción de la Virgen «en
cuerpo y alma a la gloria del cielo», explica que fue «elevada (...) por el
Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo,
Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte»
(Lumen gentium, 59).
En efecto, a partir del siglo V, casi
en el mismo período en que el concilio de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se
empieza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este
reconocimiento ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de
todas las criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada
persona y de todo el mundo.
Pero ya en un fragmento de una
homilía, atribuido a Orígenes, aparece este comentario a las palabras
pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti,
puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres tú, la madre de mi
Señor, tú mi Señora» (Fragmenta: PG 13, 1.902 D). En este texto se pasa
espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor» al apelativo «mi
Señora», anticipando lo que declarará más tarde san Juan Damasceno, que
atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se convirtió en madre del
Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas» (De
fide orthodoxa, 4, 14: PG 94 1.157).
2. Mi venerado predecesor Pío XII en
la encíclica Ad coeli Reginam, a la que se refiere el texto de la constitución
Lumen gentium, indica como fundamento de la realeza de María, además de su
maternidad, su cooperación en la obra de la redención. La encíclica recuerda el
texto litúrgico: «Santa María, Reina del cielo y Soberana del mundo, sufría
junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (MS 46 [1954] 634). Establece,
además, una analogía entre María y Cristo, que nos ayuda a comprender el
significado de la realeza de la Virgen. Cristo es rey no sólo porque es Hijo de
Dios, sino también porque es Redentor. María es reina no sólo porque es Madre
de Dios, sino también porque, asociada como nueva Eva al nuevo Adán, cooperó en
la obra de la redención del género humano (MS 46 [1954] 635).
En el evangelio según san Marcos
leemos que el día de la Ascensión el Señor Jesús «fue elevado al cielo y se
sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). En el lenguaje bíblico, «sentarse a la
diestra de Dios» significa compartir su poder soberano. Sentándose «a la
diestra del Padre», él instaura su reino, el reino de Dios. Elevada al cielo,
María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino,
participando en la difusión de la gracia divina en el mundo.
Observando la analogía entre la
Ascensión de Cristo y la Asunción de María, podemos concluir que, subordinada a
Cristo, María es la reina que posee y ejerce sobre el universo una soberanía
que le fue otorgada por su Hijo mismo.
3. El título de Reina no sustituye,
ciertamente, el de Madre: su realeza es un corolario de su peculiar misión
materna, y expresa simplemente el poder que le fue conferido para cumplir dicha
misión.
Citando la bula Ineffabilis Deus, de
Pío IX, el Sumo Pontífice Pío XII pone de relieve esta dimensión materna de la
realeza de la Virgen: «Teniendo hacia nosotros un afecto materno e
interesándose por nuestra salvación ella extiende a todo el género humano su
solicitud. Establecida por el Señor como Reina del cielo y de la tierra, elevada
por encima de todos los coros de los ángeles y de toda la jerarquía celestial
de los santos, sentada a la diestra de su Hijo único, nuestro Señor Jesucristo,
obtiene con gran certeza lo que pide con sus súplicas maternal; lo que busca,
lo encuentra, y no le puede faltar» (MS 46 [1954] 636-637).
4. Así pues, los cristianos miran con
confianza a María Reina, y esto no sólo no disminuye, sino que, por el
contrario, exalta su abandono filial en aquella que es madre en el orden de la
gracia.
Más aún, la solicitud de María Reina
por los hombres puede ser plenamente eficaz precisamente en virtud del estado
glorioso posterior a la Asunción. Esto lo destaca muy bien san Germán de
Constantinopla, que piensa que ese estado asegura la íntima relación de María
con su Hijo, y hace posible su intercesión en nuestro favor. Dirigiéndose a
María, añade: Cristo quiso «tener, por decirlo así, la cercanía de tus labios y
de tu corazón; de este modo, cumple todos los deseos que le expresas, cuando
sufres por tus hijos, y él hace, con su poder divino, todo lo que le pides»
(Hom 1: PG 98, 348).
5. Se puede concluir que la Asunción
no sólo favorece la plena comunión de María con Cristo, sino también con cada
uno de nosotros: está junto a nosotros, porque su estado glorioso le permite
seguirnos en nuestro itinerario terreno diario. También leemos en san Germán:
«Tú moras espiritualmente con nosotros, y la grandeza de tu desvelo por
nosotros manifiesta tu comunión de vida con nosotros» (Hom 1: PG 98, 344).
Por tanto, en vez de crear distancia
entre nosotros y ella, el estado glorioso de María suscita una cercanía
continua y solícita. Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia, y
nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida.
Elevada a la gloria celestial, María se
dedica totalmente a la obra de la salvación para comunicar a todo hombre la
felicidad que le fue concedida. Es una Reina que da todo lo que posee
compartiendo, sobre todo, la vida y el amor de Cristo.
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