Epifanía del
Señor
6 de enero
Los Reyes Magos siguen la estrella a Belén
La Epifanía
es una de las fiestas litúrgicas más antiguas, más aún que la misma Navidad.
Comenzó a celebrarse en Oriente en el siglo III y en Occidente se la adoptó en
el curso del IV. Epifanía, voz griega que a veces se ha usado como nombre de
persona, significa "manifestación", pues el Señor se reveló a los
paganos en la persona de los magos.
Tres
misterios se han solido celebrar en esta sola fiesta, por ser tradición
antiquísima que sucedieron en una misma fecha aunque no en un mismo año; estos
acontecimientos salvíficos son la adoración de los magos, el bautismo de Cristo
por Juan y el primer milagro que Jesucristo, por intercesión de su madre,
realizó en las bodas de Caná y que, como lo señala el evangelista Juan, fue
motivo de que los discípulos creyeran en su Maestro como Dios.
Para los
occidentales, que, como queda dicho más arriba, aceptaron la fiesta alrededor
del año 400, la Epifanía es popularmente el día de los reyes magos. En la
antífona de entrada de la misa correspondiente a esta solemnidad se canta:
"Ya viene el Señor del universo. en sus manos está la realeza, el poder y
el imperio". El verdadero rey que debemos contemplar en esta festividad es
el pequeño Jesús. Las oraciones litúrgicas se refieren a la estrella que
condujo a los magos junto al Niño Divino, al que buscaban para adorarlo.
Precisamente
en esta adoración han visto los santos padres la aceptación de la divinidad de
Jesucristo por parte de los pueblos paganos. Los magos supieron utilizar sus
conocimientos-en su caso, la astronomía de su tiempo- para descubrir al
Salvador, prometido por medio de Israel, a todos los hombres.
El sagrado misterio de la Epifanía está
referido en el evangelio de san Mateo. Al llegar los magos a Jerusalén, éstos
preguntaron en la corte el paradero del "Rey de los judíos". Los
maestros de la ley supieron informarles que el Mesías del Señor debía nacer en
Belén, la pequeña ciudad natal de David; sin embargo fueron incapaces de ir a
adorarlo junto con los extranjeros. Los magos, llegados al lugar donde estaban
el niño con María su madre, ofrecieron oro, incienso y mirra, sustancias
preciosas en las que la tradición ha querido ver el reconocimiento implícito de
la realeza mesiánica de Cristo (oro), de su divinidad (incienso) y de su
humanidad (mirra).
A Melchor,
Gaspar y Baltasar -nombres que les ha atribuido la leyenda, considerándolos
tres por ser triple el don presentado, según el texto evangélico -puede
llamárselos adecuadamente peregrinos de la estrella. Los orientales llamaban
magos a sus doctores; en lengua persa, mago significa "sacerdote". La
tradición, más tarde, ha dado a estos personajes el título de reyes, como
buscando destacar más aún la solemnidad del episodio que, en sí mismo, es
humilde y sencillo. Esta atribución de realeza a los visitantes ha sido apoyada
ocasionalmente en numerosos pasajes de la Escritura que describen el homenaje que
el Mesías de Israel recibe por parte de los reyes extranjeros.
La Epifanía,
como lo expresa la liturgia, anticipa nuestra participación en la gloria de la
inmortalidad de Cristo manifestada en una naturaleza mortal como la nuestra.
Es, pues, una fiesta de esperanza que prolonga la luz de Navidad.
Esta
solemnidad debería ser muy especialmente observada por los pueblos que, como el
nuestro, no pertenecen a Israel según la sangre. En los tiempos antiguos, sólo
los profetas, inspirados por Dios mismo, llegaron a vislumbrar el estupendo
designio del Señor: salvar a la humanidad entera, y no exclusivamente al pueblo
elegido.
Con
conciencia siempre creciente de la misericordia del Señor, construyamos desde
hoy nuestra espiritualidad personal y comunitaria en la tolerancia y la
comprensión de los que son distintos en su conducta religiosa, o proceden de
pueblos y culturas diferentes a los nuestros.
Sólo Dios
salva: las actitudes y los valores humanos, la raza, la lengua, las costumbres,
participan de este don redentor si se adecuan a la voluntad redentora de Dios,
"nunca" por méritos propios. Las diversas culturas están llamadas a
encarnar el evangelio de Cristo, según su genio propio, no a sustituirlo, pues
es único, original y eterno.
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