Martes de la Octava de Pascua
Hch 2, 36-41
Hch 2, 36-41
Sl 32
Jn 20, 11-18
Oración colecta
"Tú, Señor que nos has
salvado por el misterio pascual, continúa favoreciendo con dones celestes a tu
pueblo, para que alcance la libertad verdadera y pueda gozar de la alegría del
cielo, que ya ha empezado a gustar en la tierra.Por nuestro Señor Jesucristo,
tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por
los siglos de los siglos. Amén."
El Señor, que nos ha salvado
por el misterio pascual, continúa favoreciendo con dones celestiales a su pueblo,
para que alcance la libertad verdadera y pueda gozar de la alegría del cielo,
que ya ha empezado a gustar en la tierra.
También somos invitados a
meditar sobre la aparición del Señor Jesús a María Magdalena, la ferviente
discípula a quien se le aparece el Señor Jesús Resucitado. Así recompensa Jesús
el amor fiel de la mujer penitente (Lc 7,37ss.), cuyo corazón, ante esa sola
palabra del Señor, se inunda de gozo indescriptible y sale al encuentro de los
apóstoles para anunciarles que el Señor ha resucitado.
El Mesías tenía que padecer,
para así entrar en su gloria
Después que Cristo se había
mostrado, a través de sus palabras y sus obras, como Dios verdadero y Señor del
universo, decía a sus discípulos, a punto ya de subir a Jerusalén: Mirad que
subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los gentiles y a los
sumos sacerdotes y a los escribas, para que lo azoten, hagan burla de él y lo
crucifiquen. Esto que decía estaba de acuerdo con las predicciones de los
profetas, que habían anunciado de antemano la muerte que había de padecer en
Jerusalén. Las sagradas Escrituras habían profetizado desde el principio la
muerte de Cristo y todo lo que sufriría antes de su muerte; como también lo que
había de suceder con su cuerpo, después de muerto; con ello predecían que este
Dios, al que tales cosas acontecieron, era impasible e inmortal; y no podríamos
tenerlo por Dios, si, al contemplar la realidad de su encarnación, no
descubriésemos en ella el motivo justo y verdadero para profesar nuestra fe en
ambos extremos, a saber, en su pasión y en su impasibilidad; como también el
motivo por el cual el Verbo de Dios, por lo demás impasible, quiso sufrir la
pasión: porque era el único modo como podía ser salvado el hombre. Cosas, todas
éstas, que sólo las conoce él y aquellos a quienes él se las revela; él, en
efecto, conoce todo lo que atañe al Padre, de la misma manera que el Espíritu
penetra la profundidad de los misterios divinos.
El Mesías, pues, tenía que
padecer, y su pasión era totalmente necesaria, como él mismo lo afirmó cuando
calificó de hombres sin inteligencia y cortos de entendimiento a aquellos
discípulos que ignoraban que el Mesías tenía que padecer para entrar en su
gloria. Porque él, en verdad, vino para salvar a su pueblo, dejando aquella
gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese; y esta salvación
es aquella perfección que había de obtenerse por medio de la pasión, y que
había de ser atribuida al que nos guiaba a la salvación, como nos enseña !a
carta a los Hebreos, cuando dice que él es el que nos guía a la salvación,
perfeccionado por medio del sufrimiento.
Y vemos, en cierto modo,
cómo aquella gloria que poseía como Unigénito, y a la que por nosotros había
renunciado por un breve tiempo, le es restituida a través de la cruz en la
misma carne que había asumido; dice, en efecto, San Juan, en su evangelio, al
explicar en qué consiste aquella agua que dijo el Salvador qué brotaría como un
torrente del seno del que crea en él. Esto lo dijo del Espíritu Santo, que
habían de recibirlos que a él se unieran por la fe, pues aún no había sido dado
el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado; aquí el evangelista
identifica la gloria con la muerte en cruz. Por esto el Señor, en la oración
que dirige al Padre antes de su pasión, le pide que lo glorifique con aquella
gloria que tenía junto a él, antes que el mundo existiese.
Tomado de
serviciocatolico.com
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