Pentecostés,
fiesta grande para la Iglesia. Con el Espíritu Santo tenemos el espíritu de
Jesús y entramos en el mundo del amor. Gracias al Espíritu Santo cada bautizado
es transformado en lo más profundo de su corazón.
Pentecostés
fue un día único en la historia humana.
En la
Creación del mundo, el Espíritu cubría las aguas, “trabajaba” para suscitar la
vida.
En la
historia del hombre, el Espíritu preparaba y enviaba mensajeros, patriarcas, profetas,
hombres justos, que indicaban el camino de la justicia, de la verdad, de la
belleza, del bien.
En la
plenitud de los tiempos, el Espíritu descendió sobre la Virgen María, y el
Verbo se hizo Hombre.
En el inicio
de su vida pública, el Espíritu se manifestó sobre Cristo en el Jordán, y nos
indicó ya presente al Mesías.
Ese Espíritu
descendió sobre los creyentes la mañana de Pentecostés. Mientras estaban
reunidos en oración, junto a la Madre de Jesús, la Promesa, el Abogado, el que
Jesús prometió a sus discípulos en la Última Cena, irrumpió y se posó sobre
cada uno de los discípulos en forma de lenguas de fuego (cf. Hch 2,1-13).
Desde ese
momento empieza a existir la Iglesia. Por eso es fiesta grande, es nuestro
“cumpleaños”.
Lo explicaba
san Ireneo (siglo II) con estas hermosas palabras: “Donde está la Iglesia, allí
está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la
Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia
significa rechazar al Espíritu (...) excluirse de la vida” (Adversus haereses
III,24,1).
Con el
Espíritu Santo tenemos el espíritu de Jesús y entramos en el mundo del amor.
Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es transformado en lo más profundo de
su corazón, es enriquecido con una fuerza especial en el sacramento de la
Confirmación, empieza a formar parte del mundo de Dios.
Benedicto
XVI explicaba cómo en Pentecostés ocurrió algo totalmente opuesto a lo que
había sucedido en Babel (Gen 11,1-9). En aquel oscuro momento del pasado, el
egoísmo humano buscó caminos para llegar al cielo y cayó en divisiones
profundas, en anarquías y odios. El día de Pentecostés fue, precisamente, lo
contrario.
“El orgullo
y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de
indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario,
capacita a los corazones para comprender las lenguas de todos, porque
reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre la tierra y el cielo. El
Espíritu Santo es el Amor” (Benedicto XVI, homilía del 4 de junio de 2006).
Por eso
mismo Pentecostés es el día que confirma la vocación misionera de la Iglesia:
los Apóstoles empiezan a predicar, a difundir la gran noticia, el Evangelio,
que invita a la salvación a los hombres de todos los pueblos y de todas las
épocas de la historia, desde el perdón de los pecados y desde la vida profunda
de Dios en los corazones.
Pentecostés
es fiesta grande para la Iglesia. Y es una llamada a abrir los corazones ante
las muchas inspiraciones y luces que el Espíritu Santo no deja de susurrar, de
gritar. Porque es Dios, porque es Amor, nos enseña a perdonar, a amar, a
difundir el amor.
Podemos
hacer nuestra la oración que compuso el Cardenal Jean Verdier (1864-1940) para
pedir, sencillamente, luz y ayuda al Espíritu Santo en las mil situaciones de
la vida ordinaria, o en aquellos momentos más especiales que podamos atravesar
en nuestro caminar hacia el encuentro eterno con el Padre de las misericordias.
“Oh Espíritu
Santo,
Amor del
Padre, y del Hijo:
Inspírame
siempre
lo que debo
pensar,
lo que debo
decir,
cómo debo
decirlo,
lo que debo
callar,
cómo debo
actuar,
lo que debo
hacer,
para gloria
de Dios,
bien de las
almas
y mi propia
santificación.
Espíritu
Santo,
dame agudeza
para entender,
capacidad
para retener,
método y
facultad para aprender,
sutileza
para interpretar,
gracia y
eficacia para hablar.
Dame acierto
al empezar,
dirección al
progresar
y perfección
al acabar.
Amén”
(Cardenal Verdier).
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