Santa Mariana de Jesús,
Azucena de Quito
Año 1645.
Santa Mariana: No dejes nunca de orar
por América
Su nombre
completo era Mariana de Jesús Paredes Flórez. Nació en Quito (Ecuador) en 1618.
Desde los cuatro años quedó huérfana de padre y madre y al cuidado de su
hermana mayor y de su cuñado, quienes la quisieron como a una hija.
Desde muy
pequeñita demostró una gran inclinación hacia la piedad y un enorme aprecio por
la pureza y por la caridad hacia los pobres. Ya a los siete años invitaba a sus
sobrinas, que eran casi de su misma edad, a rezar el rosario y a hacer el
viacrucis.
Se aprendió
el catecismo de tal manera bien que a los ocho años fue admitida a hacer la
Primera Comunión (lo cual era una excepción en aquella época). El sacerdote que
le hizo el examen de religión se quedó admirado de lo bien que esta niña
comprendía las verdades del catecismo. Al escuchar un sermón acerca de la
cantidad tan grande de gente que todavía no logró recibir el mensaje de la
religión de Cristo, dispuso irse con un grupo de compañeritas a evangelizar
paganos. Por el camino las devolvieron a sus casas porque no se daban cuenta de
lo grave que era la determinación que habían tomado. Otro día se propuso irse
con otras niñas a una montaña a vivir como anacoretas dedicadas al ayuno y a la
oración. Afortunadamente un toro muy bravo las devolvió corriendo a la ciudad.
Entonces su cuñado al darse cuenta de los grandes deseos de santidad y oración
que esta niña tenía trató de obtener que la recibieran en una comunidad de
religiosas. Pero las dos veces que trató de entrar de religiosa, se presentaron
contrariedades imprevistas que no le permitieron estar en el convento. Entonces
ella se dio cuenta de que Dios la quería santificar quedándose en el mundo.
Se construyó
en el solar de la casa de su hermana una habitación separada, y allí se dedicó
a rezar, a meditar, y a hacer penitencia.
Había
aprendido muy bien la música y tocaba hermosamente la guitarra y el piano.
Había aprendido a coser, tejer y bordar, y todo esto le servía para no perder
tiempo en la ociosidad. Tenía una armoniosa voz y sentía una gran afición por
el canto, y cada día se ejercitaba un poco en este arte. Le agradaba mucho
entonar cantos religiosos, que le ayudaban a meditar y a levantar su corazón a
Dios. Su día lo repartía entre la oración, la meditación, la lectura de libros
religiosos, la música, el canto y los trabajos manuales. Su meditación
preferida era pensar en la Pasión y Muerte de Jesús.
En el templo
de los Padres Jesuitas encontró un santo sacerdote que hizo de director
espiritual y le enseñó el método de San Ignacio de Loyola, que consiste en
examinarse tres veces por día la conciencia: por la mañana para ver qué
peligros habrá en el día y evitarlos y qué buenas obras tendremos que hacer. El
segundo examen: al mediodía, acerca del defecto dominante, aquella falta que
más cometemos, para planear como no dejarse vencer por esa debilidad. Y el
tercer examen por la noche, acerca de todo el día, analizando las palabras, los
pensamientos, las obras y las omisiones de esas 12 horas. Esos tres exámenes le
fueron llevando a una gran exactitud en el cumplimiento de sus deberes de cada
día.
Para
recordar frecuentemente que iba a morir y que tendría que rendir cuentas a Dios,
se consiguió un ataúd y en el dormía varias noches cada semana. Y el tiempo
restante lo tenía lleno de almohadas que semejaban un cadáver para recordar lo
que le esperaba al final de la vida.
Se propuso
cumplir aquel mandato de Jesús: "Quien desea seguirme que se niegue a sí
mismo". Y desde muy niña empezó a mortificarse en la comida, en el beber y
dormir. En el comedor colocaba una canastita debajo de la mesa y se servía en
cantidades iguales a todos los demás pero, sin que se dieran cuenta, echaba buena
parte de esos alimentos en el canasto, y los regalaba después a los pobres. Uno
de los sacrificios que más la hacían sufrir era no tomar ninguna bebida en los
días de mucho calor. Pero la animaba a esta mortificación el pensar en la sed
que Jesús tuvo que sufrir en la cruz. Se colocaba en la cabeza una corona de
espinas mientras rezaba el rosario. Muchísimos rosarios los rezó con los brazos
en cruz.
Como
sacrificio se propuso no salir de su casa sino al templo y cuando alguna
persona tuviera alguna urgente necesidad de su ayuda. Así que el resto de su
vida estuvo recluida en su casa. Solamente la veían salir cada mañana a la
Santa Misa, y volver luego a vivir encerrada dedicada a las lecturas
espirituales, a la meditación, a la oración, al trabajo y a ofrecer sacrificios
por la conversión de los pecadores. Se propuso llenar todos sus días de
frecuentes actos de amor a Dios. Cada día rezaba 12 Salmos de la S. Biblia.
Ayunaba frecuentemente.
María
recibió de Dios el don de consejo y así sucedía que los consejos que ella daba
a las personas les hacían inmenso bien. También le dio a conocer Nuestro Señor
varios hechos que iban a suceder en lo futuro, y así como ella los anunció, así
sucedieron (incluyendo la fecha de su muerte, que según anunció sería un viernes
26). Tenía un don especial para poner paz entre los que se peleaban y para
lograr que ciertos pecadores dejaran su vida de pecado. A un sacerdote muy
sabio pero muy vanidoso le dijo después de un brillantísimo sermón: "Mire
Padre, que Dios lo envió a recoger almas para el cielo, y no a recoger aplausos
de este suelo". Y el padrecito dejó de buscar la estimación al predicar.
En una
enfermedad le sacaron sangre y la muchacha de servicio echó en una matera la
sangre que le habían sacado a Mariana, y en esa matera nació una bellísima
azucena. Con esa flor la pintan a ella en sus cuadros. Y azucena de pureza fue
esta santa durante toda su vida.
Sucedieron
en Quito unos terribles terremotos que destruían casas y ocasionaban muchas
muertes. Un padre jesuita dijo en un sermón: - "Dios mío: yo te ofrezco mi
vida para que se acaben los terremotos". Pero Mariana exclamó: - "No,
señor. La vida de este sacerdote es necesaria para salvar muchas almas. En
cambio yo no soy necesaria. Te ofrezco mi vida para que cesen estos
terremotos". La gente se admiró de esto. Y aquella misma mañana al salir
del templo ella empezó a sentirse muy enferma. Pero desde esa mañana ya no se
repitieron los terremotos.
Una terrible
epidemia estaba causando la muerte de centenares de personas en Quito. Mariana
ofreció su vida y todos sus dolores para que cesara la epidemia. Y desde el día
en que hizo ese ofrecimiento ya no murió más gente de ese mal allí.
Por eso el
Congreso del Ecuador le dio en el año 1946 el título de "Heroína de la
Patria".
Acompañada por tres padres jesuitas murió
santamente el viernes 26 de mayo de 1645. Desde entonces los quiteños le han
tenido una gran admiración. Su entierro fue una inmensa ovación de toda la
ciudad. Y los continuos milagros que hizo después de su muerte, obtuvieron que
el Papa Pío IX la declarara beata y el Papa XII
la declarara santa.
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