Jesucristo,
Rey del Universo
"Rey de
reyes y Señor de señores"
(Ap 19, 16)
Yo soy Rey. Para esto nací, para esto
vine
al mundo, para ser testigo de la
Verdad".
Meditación
1.
Jesús
comenzó la vida pública anunciando su reino. "El plazo está vencido, el
Reino de Dios está cerca. Tomen otro camino y crean en la Buena Nueva" (Mt
1,14).
El Reino de
Dios es ante todo espiritual. Su realización final consiste en la unión de
todos los bienaventurados disfrutando de Dios en el Cielo.
Se ingresa
en este Reino aceptando el mensaje del Evangelio por fe y recibiendo el
Bautismo. Jesús dijo a los Apóstoles: "Vayan por todo el mundo y anuncien
la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará. El que
se resista a creer se condenará"(Mc 16,15-16).
Toda persona
que quiera pertenecer al Reino de Dios necesita nacer de Dios otra vez. Viene a
ser hijo de Dios no meramente por adopción legal sino por real y verdadera
participación de la vida divina. "A todos los que lo recibieron, les
concedió ser hijos de Dios" (Jn 1,12). El Reino de Cristo no es de dominar
la tierra. El mismo dijo a Pilato: "Mi reinado no es de acá" (Jn,
18,36).
Se designa
el Reino de Dios comúnmente con el nombre de Iglesia. Es a la vez divino y
humano, terreno y celestial. Pequeño al principio como el grano de mostaza,
estaba llamado a ser católico, o sea, a extenderse por todo el mundo. La idea
de la Iglesia como Reino universal de Dios demuestra claramente que no puede
haber más que un solo Reino de Dios.
La Iglesia
es Jesucristo, que vive y actúa en el mundo por sus ministros, debidamente
autorizados, hasta el fin de los tiempos. Él dio a su Iglesia una forma, una
organización que la capacitase para realizar su misión en el mundo: enseñar,
dirigir y santificar las almas.
Pertenecer
al Reino de Dios es lo más precioso a que puede aspirar una persona. Debemos
considerarlo como una perla que no tiene precio y, en agradecimiento,
sacrificarnos por este don.
Jesucristo
es nuestro Rey. Es el primogénito de toda la creación. Él es antes que todas
las cosas, pues todo fue creado en Él, por Él y para Él. Es el más importante
entre todas las criaturas a la vez que su Creador, perfecta imagen de Dios, el
primogénito de la creación.
Cristo es el
centro del plan salvífico de Dios, porque el cristiano puede llevar a
cumplimiento su tarea haciendo que la creación dé gloria a Dios por medio de
Jesús, el Señor resucitado. Dijo Jesús a Pilato: "Mi reinado no es de acá…
Tú lo has dicho: Yo soy Rey. Para esto nací, para esto vine al mundo, para ser
testigo de la Verdad. Todo hombre que está de parte de la verdad, escucha mi
voz" (Jn 18, 36-37)
Es de fe que
Jesucristo en cuanto Hombre tiene pleno espiritual para guiar por el camino de
la salvación, establecer la Iglesia y los Sacramentos y conceder todas las
gracias de orden sobrenatural. Por estar unidas en Él las naturalezas divinas y
humanas posee mayor poder aún y esto es la base de la Realeza.
Cada uno de
nosotros debemos esforzarnos personalmente por ser súbditos de Cristo Rey con
la mayor perfección posible de mente, voluntad y corazón, porque fuimos
comprados al precio de su preciosísima Sangre. Cristo es Rey del hogar y de la
sociedad.Jesús nos pide creer en Él, poner en Él nuestra esperanza y amarle de
todo corazón. Él nos ha dicho " El Padre ama al Hijo y pone todas las
cosas en sus manos. El cree al Hijo vive de la vida eterna" (Jn 3, 35-36).
Meditación
2. «A Jesucristo Rey de reyes venid
y adorémosle»
Es día de
proclamar su realeza, de decir entre suspiros: ¡Venga a nosotros tu reino! De
decir al Padre: ¡Padre glorifica a tu Hijo!
Jesucristo
no es Rey por gracia nuestra, ni por voluntad nuestra, sino por derecho de
nacimiento, por derecho de filiación divina, por derecho también de conquista y
de rescate.
«Así que
Cristo es Rey universal de este mundo por su propia esencia y naturaleza» (Sn.
Cirilo de Alejandría), en virtud de aquella admirable unión que llaman
hipostática, la cual le da pleno dominio no sólo sobre los hombres, sino sobre
los ángeles y todas las criaturas. (Pío XI)
Y ¿qué de
extraño tiene sea Rey de los hombres el que fue Rey de los siglos? Pero
Jesucristo no es Rey para exigir tributos o para armar un ejército con hierro y
pelear visiblemente contra sus enemigos. Es Rey para gobernar los espíritus,
para proveer eternamente al mundo, para llamar al reino de los cielos a los que
creen, esperan y aman.
Nadie tema
vaya a perder algo porque se someta al «suavísimo imperio de Cristo». (Col) No
teman las sociedades porque Él es quien las funda y las sustenta. No teman los
poderosos porque « no quita los reinos mortales quien da los celestiales». No
teman tampoco los individuos porque servir a Cristo es reinar. Es un Rey tal,
que no esclaviza, ni esquilma a sus servidores; un Pastor y un Señor que no
toma nada de su rebaño, sino que todo lo da, y antes se desvive por los suyos y
se les entrega, con todos sus bienes ya desde la tierra, hasta que sean capaces
de poseerle y de gozarle más cumplidamente en el cielo.
Piensan los
insensatos que les va a privar de la libertad, cuando se la va a acrecentar y
perfeccionar, proscribiendo tan sólo el libertinaje, tan fatal para el alma
como para los cuerpos, para las naciones como para los individuos, ya que «lo
que hace míseros a los pueblos es el pecado».
Conviene,
pues que Él reine, porque su reinado «es eterno y universal, es un reinado de
verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.
Quiere ante todo reinar en las inteligencias, en las voluntades y en los
corazones de los hombres.
Oración a
Cristo Rey.
¡Oh Cristo
Jesús! Os reconozco por Rey universal. Todo lo que ha sido hecho, ha sido
creado para Vos. Ejerced sobre mí todos vuerstros derechos.
Renuevo mis
promesas del Bautismo, renunciando a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y
prometo vivir como buen cristiano. Y muy en particular me comprometo a hacer
triunfar, según mis medios, los derechos de Dios y de vuestra Iglesia.
¡Divino
Corazón de Jesús! Os ofrezco mis pobres acciones para que todos los corazones
reconozcan vuestra Sagrada Realeza, y que así el reinado de vuestra paz se
establezca en el Universo entero. Amén.
Las Sagradas
Escrituras.
"Ya
tengo consagrado yo a mi Rey en Sión, mi monte santo…Tú eres hijo mío, hoy te
he dado a la vida. Pídeme y serán tu herencia las naciones, tu propiedad los
confines de la tierra. Las podrás aplastar con vara de hierro" (Sal 2,
6-9)." Dios le dará el trono de David, su antepasado. Gobernará por
siempre el pueblo de Jacob y su reino no terminará jamás" (Lc 1, 32-33)
"Mi
realeza no procede de este mundo; si fuera rey como los de este mundo, mi
guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi
reinado no es de acá. "Pilato le preguntó: Entonces ¿tú eres rey?"
Jesús contestó: "Tú lo has dicho: Yo soy Rey. Para esto nací, para esto
vine al mundo, para ser testigo de la Verdad". (Jn 18, 36-37)
"Lleva
escrito en la capa y en el muslo este título: "Rey de reyes y Señor de
señores". (Ap 19, 16)
Consagración
de la humanidad para
el día de
Cristo Rey por el Papa Pío XI
¡Dulcísimo
Jesús, Redentor del género humano! Miradnos humildemente postrados; vuestros
somos y vuestros queremos ser, y a fin de vivir más estrechamente unidos con
vos, todos y cada uno espontáneamente nos consagramos en este día a vuestro
Sacratísimo Corazón.
Muchos, por
desgracia, jamás, os han conocido; muchos, despreciando vuestros mandamientos,
os han desechado. ¡Oh Jesús benignísimo!, compadeceos de los unos y de los
otros, y atraedlos a todos a vuestro Corazón Santísimo.
¡Oh Señor!
Sed Rey, no sólo de los hijos fieles que jamás se han alejado de Vos, sino
también de los pródigos que os han abandonado; haced que vuelvan pronto a la
casa paterna, que no perezcan de hambre y miseria.
Sed Rey de
aquellos que, por seducción del error o por espíritu de discordia, viven
separados de Vos; devolvedlos al puerto de la verdad y a la unidad de la fe
para que en breve se forme un solo rebaño bajo un solo Pastor.
Sed Rey de
los que permanecen todavía envueltos en las tinieblas de la idolatría; dignaos
atraerlos a todos a la luz de vuestro reino.
Conceded,
¡oh Señor!, incolumidad y libertad segura a vuestra Iglesia; otorgad a todos
los pueblos la tranquilidad en el orden; haced que del uno al otro confín de la
tierra no resuene sino ésta voz: ¡Alabado sea el Corazón divino, causa de
nuestra salud! A Él se entonen cánticos de honor y de gloria por los siglos de
los siglos. Amén.
Novena
Oración
Propia:
Jesús,
dijiste que tu Reino está entre nosotros, pero no es de este mundo; es un Reino
espiritual, sobrenatural, el Reino de la verdad. Tus armas son las fuerzas del
convencimiento, y de este modo conquistas los corazones que justamente te
pertenecen. Tú bien sabes que esto es verdad. Tú mismo eres la Verdad.
Jesús, creo
que eres verdaderamente Rey, pues has venido al mundo a establecer entre la
gente el Reino de Dios. Todo aquel que es de la verdad, que cree en Dios y
reconoce su autoridad en los asuntos humanos, te debe una fiel e invisible
lealtad y "escucha tu voz".
Como
católico, soy miembro de tu Reino: Tú eres mi Rey. Te debo lealtad, obediencia
y amor. Ayúdame a poner en práctica mis sacratísimos deberes para contigo.
Quiero ser "de la verdad", es decir, "hijo de Dios", con
alegría oír tu voz y seguirte en todo. Te acojo como mi Rey y me someto gustoso
a tu voluntad.
Reina sobre
todo en mi corazón y en mi vida. Tu reinado es paz del Cielo; tu ley es el
amor. Ayúdame a orar y trabajar porque tu Reino llegue a todas las almas, a
toda la familia, a toda la nación.
Jesús, pues
te rindo homenaje como a mi Rey, acudo a Ti con gran confianza, pidiéndote me
concedas esta gracia en particular, si es conforme a tu santa voluntad
(Mencione el favor que desea).
Señor,
Jesucristo, mi Rey, te adoro como Hijo de Dios y por la intercesión de tu
bondadosísima Madre te pido me envíes des de la abundancia de tu amable corazón
la gracia del Espíritu Santo, que ilumine mi entendimiento, purifique mi
corazón pecador y confirme en mí tu Santo amor. Te lo pido por amor del Padre y
del Espíritu Santo, por tu infinita misericordia y por los méritos de todos los
Santos. Amén.
Consagración:
Cristo
Jesús, te reconozco como Rey del universo. Tú has creado todo cuanto existe.
Usa plenamente de tus derechos sobre mí. Renuevo mis promesas de Bautismo por
las que renuncié a Satanás, a todas sus seducciones y a todas sus obras. Te
prometo vivir como buen cristiano. Me comprometo especialmente a colaborar por
el triunfo de los derechos de Dios y de su Iglesia y dilatarlos y afianzarlos
por todos los medios.
Divino
Corazón de Jesús, en tus manos pongo mis insignificantes esfuerzos para que
todos los corazones reconozcan tu sagrada Realeza y se establezca tu reino de
paz en todo el mundo.
Oración
Final:
Dios
omnipotente y misericordioso, Tú quebrantas el poder del mal y todo lo renuevas
en tu Hijo Jesucristo, Rey del universo. Que todos en el Cielo y en la tierra
aclamen tu gloria y nunca cesen de alabarte.
Padre
Todopoderoso, guía de amor, Tú hiciste pasar a Jesucristo nuestro señor de la
muerte a la vida, resplandeciente en gloria como Rey de la creación. Abre
nuestros corazones; libera a todo el mundo para que gocen de Su paz,
glorifiquen Su justicia y vivan en Su amor. Que toda la humanidad se unifique
en Jesucristo, tu Hijo, que reina contigo y el Espíritu Santo, Dios por
siempre. Amén.
Carta
Encíclica
QUAS PRIMAS
del Sumo
Pontífice
PÍO XI
sobre la
Fiesta de
Cristo Rey
En la
primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los
obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades
que veíamos abrumar y afligir al género humano.
Y en ella
proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la
tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de
su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la
gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza
cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las
naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.
La «paz de
Cristo en el reino de Cristo»
1. Por lo
cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de
Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto
posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos
de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar
la restauración del reinado de Jesucristo.
2. Entre
tanto, no dejó de infundirnos sólida, esperanza de tiempos mejores la favorable
actitud de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que puede salvarlos;
actitud nueva en unos, reavivada en otros, de donde podía colegirse que muchos
que hasta entonces habían estado como desterrados del reino del Redentor, por
haber despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban prisa
en volver a sus deberes de obediencia.
Y todo
cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, digno todo de perpetua
memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado en indecible honra y gloria del
Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo?
«Año Santo»
3. Porque
maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional, que
ofreció a todos el conocer bien ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia en
dilatar cada vez más el reino de su Esposo por todos los continentes e islas
—aun, de éstas, las de mares los más remotos—, ora el crecido número de
regiones conquistadas para la fe católica por la sangre y los sudores de
esforzadísimos e invictos misioneros, ora también las vastas regiones que
todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey.
Además,
cuantos —en tan grandes multitudes— durante el Año Santo han venido de todas
partes a Roma guiados por sus obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito han
traído sino postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de los
apóstoles y visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos a la
soberanía de Jesucristo?
4. Como una
nueva luz ha parecido también resplandecer este reinado de nuestro Salvador
cuando Nos mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos y virtudes
de seis vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh,
cuánto gozo y cuánto consuelo embargó nuestra alma cuando, después de
promulgados por Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre de
fieles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe en el majestuoso
templo de San Pedro!
Y así,
mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la
muerte por entre incendios de odios y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios,
sin dejar nunca de ofrecer a los hombres el sustento espiritual, engendra y
forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo, el cual no cesa de
levantar hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial a cuantos le
obedecieron y sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra.
5. Asimismo,
al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del concilio de Nicea, con
tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en
la Basílica Vaticana, cuanto que aquel sagrado concilio definió y proclamó como
dogma de fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre,
además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o
fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo.
Habiendo,
pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el
reinado de Jesucristo, nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a
nuestro deber apostólico si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nos,
individualmente y en común, por muchos cardenales, obispos y fieles católicos,
ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una
festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y ello de tal
modo nos complace, que deseamos, venerables hermanos, deciros algo acerca del
asunto. A vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuanto os
vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la solemnidad
nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde el primer momento, los
más variados frutos.
I. LA
REALEZA DE CRISTO
6. Ha sido
costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico,
a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas
las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres,
no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la
Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la
verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo
porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa
voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye
en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente,
se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con
su supereminente caridad(1) y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por
las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será
nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto,
es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo
como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice
de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino(2); porque como
Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de
tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer
también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las
criaturas.
a) En el
Antiguo Testamento
7. Que
Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las Sagradas Escrituras.
Así, le
llaman el dominador que ha de nacer de la estirpe de Jacob (3); el que por el
Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las
gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra (4). El salmo
nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy
poderoso se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene
estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos;
el cetro de su reino es cetro de rectitud (5). Y omitiendo otros muchos textos
semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se
predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la
justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de
paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del
orbe de la tierra (6).
8. A este
testimonio se añaden otros, aún más copiosos, de los profetas, y principalmente
el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo,
el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el
Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el
Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado y la paz no tendrá fin; se sentará
sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo
haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para siempre (7). Lo
mismo que Isaías vaticinan los demás profetas. Así Jeremías, cuando predice que
de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará
como Rey y será sabio y juzgará en la tierra (8). Así Daniel, al anunciar que
el Dios del cielo fundará un reino, el cual no será jamás destruido...,
permanecerá eternamente (9); y poco después añade: Yo estaba observando durante
la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje
que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos
días y le presentaron ante El. Y diole éste la potestad, el honor y el reino: Y
todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán: la potestad suya es potestad
eterna, que no le será quitada, y su reino es indestructible (10). Aquellas
palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y
su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las
aclamaciones de las turbas (11), ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas
los santos evangelistas?
b) En el
Nuevo Testamento
9. Por otra
parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey que hemos entresacado de los libros
del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo
contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada.
En este
punto, y pasando por alto el mensaje del arcángel, por el cual fue advertida la
Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su
padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera
jamás fin (12), es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora
en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas
perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador
romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de
su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar
a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de
Rey (13) y públicamente confirmó que es Rey (14), y solemnemente declaró que le
ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (15). Con las cuales
palabras, ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la
extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan
le llame Príncipe de los reyes de la tierra (16), y que El mismo, conforme a la
visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y
Señor de los que dominan (17). Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero
universal de todas las cosas (18), menester es que reine Cristo hasta que, al
fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos
(19).
c) En la
Liturgia
10. De esta
doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia,
reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a
todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de
veneración, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como a
Soberano Señor y Rey de los reyes.
Y así como en
la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos
honoríficos que con maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto,
así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la
Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza
a Cristo Rey descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y
el rito oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley
de la oración constituye la ley de la creencia.
d) Fundada
en la unión hipostática
11. Para
mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad y de este poder de
Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee
Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada
a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza (20). Es decir, que la
soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada
hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto
Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros
están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de
manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad
sobre todas las criaturas.
e) Y en la
redención
12. Pero,
además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de
que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino
también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que
todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a
nuestro Salvador. Fuisteis rescatados no con oro o plata, que son cosas
perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero
Inmaculado y sin tacha (21). No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos
ha comprado por precio grande (22); hasta nuestros mismos cuerpos son miembros
de Jesucristo (23).
II. CARÁCTER
DE LA REALEZA DE CRISTO
A) Triple
potestad
13. Viniendo
ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de
Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la
cual apenas se concibe un verdadero y propio principado. Los testimonios,
aducidos de las Sagradas Escrituras, acerca del imperio universal de nuestro
Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma,
además, de fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en
quien deben confiar, y como legislador a quien deben obedecer (24). Los santos
Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan
legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones dice el
Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le aman y
permanecerán en su caridad (25). El mismo Jesús, al responder a los judíos, que
le acusaban de haber violado el sábado con la maravillosa curación del
paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque el
Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo
(26). En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los
hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una
forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada
ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad
que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse.
B) Campo de
la realeza de Cristo
a) En Lo
espiritual
14. Sin
embargo, los textos que hemos citado de la Escritura demuestran
evidentísimamente, y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que
este reino es principalrnente espiritual y se refiere a las cosas espirituales.
En efeeto, en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles,
imaginaron erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y
restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esta vana
imaginación y esperanza. Asimisrno, cuando iba a ser proclamado Rey por la
muchedumbre, que, llena de admiración, le rodeaba, El rehusó tal títuto de
honor huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del
gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo. Este reino se
nos muestra en los evangelios con tales caracteres, que los hombres, para
entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden entrar sino por
la fe y el bautismo, el cual, aunque sea un rito externo, significa y produce
la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y
a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas
sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y
tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y
tomen su cruz. Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su
Sangre y ofreciéndose a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los
pecados del mundo, ofrecimiento que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién
no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y participa de la naturaleza
espiritual de ambos oficios?
b) En lo
temporal
15. Por otra
parte, erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas
las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confiríó un derecho
absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a
su arbitrio. Sin embargo de ello, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo
enteramente de ejercitar este poder, y así como entonces despreció la posesión
y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo,
que los poseedores de ellas las utilicen.
Acerca de lo
cual dice bien aquella frase: No quita los reinos mortales el que da los
celestiales (27). Por tanto, a todos los hombres se extiende el dominio de nuestro
Redentor, como lo afirman estas palabras de nuestro predecesor, de feliz
memoria, León XIII, las cuales hacemos con gusto nuestras: El imperio de Cristo
se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo
recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los
tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende
también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la
potestad de Jesús se halla todo el género humano (28).
c) En los
individuos y en la sociedad
16. El es,
en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de El no hay que buscar
la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre
debajo del cielo por el cual debamos salvarnos (29).
El es sólo
quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a
las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente
que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el
conjunto concorde de ciudadanos (30). No se nieguen, pues, los gobernantes de
las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de
veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume
su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Lo que al comenzar
nuestro pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la
autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario en los
presentes tiempos, a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo —lamentábamos— de
las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de
Dios, sino de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos fundamentos de
autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que
unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual
no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana
sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido» (31).
17. En
cambio, si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de
Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios,
como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia
dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana
de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la
obediencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó a las
casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos
y señores, mas también les advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples
hombres, sino sólo como a representantes de Cristo, porque es indigno de
hombres redimidos por Cristo servir a otros hombres: Rescatados habéis sido a
gran costa; no queráis haceros siervos de los hombres (32).
18. Y si los
príncípes y los gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos
mandan, más que por derecho propio por mandato y en representación del Rey
divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su
autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su
cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores. De
aquí se seguirá, sin duda, el florecimiento estable de la tranquilidad y del
orden, suprimida toda causa de sedición; pues aunque el ciudadano vea en el
gobernante o en las demás autoridades públicas a hombres de naturaleza igual a
la suya y aun indignos y vituperables por cualquier cosa, no por eso rehusará
obedecerles cuando en ellos contemple la imagen y la autoridad de Jesucristo,
Dios y hombre verdadero.
19. En lo
que se refiere a la concordia y a la paz, es evidente que, cuanto más vasto es
el reino y con mayor amplitud abraza al género humano, tanto más se arraiga en
la conciencia de los hombres el vínculo de fraternidad que los une. Esta
convicción, así como aleja y disipa los conflictos frecuentes, así también
endulza y disminuye sus amarguras. Y si el reino de Cristo abrazase de hecho a
todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos de esperar
aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que vino para
reconciliar todas las cosas; que no vino a que le sirviesen, sino a servir; que
siendo el Señor de todos, se hizo a sí mismo ejemplo de humildad y estableció
como ley principal esta virtud, unida con el mandato de la caridad; que,
finalmente dijo: Mi yugo es suave y mi carga es ligera.
¡Oh, qué
felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se
dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente —diremos con las mismas
palabras de nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos
los obispos del orbe católico—, entonces se podrán curar tantas heridas, todo
derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de
las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el
imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro
Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre (33).
III. LA
FIESTA DE JESUCRISTO REY
20. Ahora
bien: para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes y vivan
estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible
el conocimiento de la regia dignidad de nuestro Salvador, para lo cual nada
será más dtcaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey.
Las fiestas
de la Iglesia
Porque para
instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los
íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de
los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean,
del eclesiástico magisterio.
Estas sólo
son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los
demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas —digámoslo
así— hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en
las inteligencias, a los corazones, al hombre entero. Además, como el hombre
consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las
solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de
los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas
en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual.
En el
momento oportuno
21. Por otra
parte, los documentos históricos demuestran que estas festividades fueron
instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme lo iban
pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía
falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos
errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que
conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la fe, o algún
beneficio de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del cristianismo,
cuando los fieles eran acerbísimamente perseguidos, empezó la liturgia a
conmemorar a los mártires para que, como dice San Agustín, las festividades de
los mártires fuesen otras tantas exhortaciones al martirio (34). Más tarde, los
honores litúrgicos concedidos a los santos confesores, vírgenes y viudas
sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a las virtudes,
tan necesario aun en tiempos pacíficos. Sobre todo, las festividades
instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblco
cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima
protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor hacia la Madre
celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además, entre los
beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de los
Santos, no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en todo
tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías.
22. En este
punto debemos admirar los designios de la divina Providencia, la cual, así como
suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase a veces la fe y
piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas,
aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los
fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la
santidad. Asimismo, las festividades incluidas en el año litúrgico durante los
tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han producido idénticos
frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y culto al Santísimo Sacramento,
entonces se instituyó la fiesta del Corpus Christi, y se mandó celebrarla de
tal modo que la solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen por toda la
octava, para atraer a los fieles a que veneraran públicamente al Señor. Así
también, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida cuando
las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada severidad de los
jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios y de la confianza de
su eterna salvación.
Contra el
moderno laicismo
23. Y si
ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo,
con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y
pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana
sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus
errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal
impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en
las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperío de Cristo sobre
todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del
mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir
los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la
religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada
indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la
arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo
algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta
religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron
Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la
impiedad y en el desprecio de Dios.
24. Los
amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y
de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los
hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a
lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes;
encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan,
todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con
frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio;
y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado
egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo
todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la
relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las
familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.
La fiesta de
Cristo Rey
25. Nos
anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey,
que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a
nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con
la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece
que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que
es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad.
Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se
abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los
adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles
todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de
Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a
llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por
mantener incólumes los derechos del Señor.
Además, para
condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con
tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar
grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las
gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre
suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los
Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que
afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.
Continúa una
tradición
26. ¿Y quién
no echa de ver que ya desde fines del siglo pasado se preparaba
maravillosamente el camino a la institución de esta festividad? Nadie ignora
cuán sabia y elocuentemente fue defendido este culto en numerosos libros
publicados en gran variedad de lenguas y por todas partes del mundo; y asimismo
que el imperio y soberanía de Cristo fue reconocido con la piadosa práctica de
dedicar y consagrar casi innumerables familias al Sacratísimo Corazón de Jesús.
Y no solamente se consagraron las familias, sino también ciudades y naciones.
Más aún: por iniciativa y deseo de León XIII fue consagrado al Divino Corazón
todo el género humano durante el Año Santo de 1900.
27. No se
debe pasar en silencio que, para confirmar solemnemente esta soberanía de
Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravillosa manera los
frecuentísimos Congresos eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros
tiempos, y cuyo fin es convocar a los fieles de cada una de las diócesis,
regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar y adorar a Cristo Rey,
escondido bajo los velos eucarísticos; y por medio de discursos en las
asambleas y en los templos, de la adoración, en común, del augusto Sacramento
públicamente expuesto y de solemnísimas procesiones, proclamar a Cristo como
Rey que nos ha sido dado por el cielo. Bien y con razón podría decirse que el
pueblo cristiano, movido como por una inspiración divina, sacando del silencio
y como escondrijo de los templos a aquel mismo Jesús a quien los impíos, cuando
vino al mundo, no quisieron recibir, y llevándole como a un triunfador por las
vías públicas, quiere restablecerlo en todos sus reales derechos.
Coronada en
el Año Santo
28. Ahora
bien: para realizar nuestra idea que acabamos de exponer, el Año Santo, que
toca a su fin, nos ofrece tal oportunidad que no habrá otra mejor; puesto que
Dios, habiendo benignísimamente levantado la mente y el corazón de los fieles a
la consideración de los bienes celestiales que sobrepasan el sentido, les ha
devuelto el don de su gracia, o los ha confirmado en el camino recto, dándoles
nuevos estímulos para emular mejores carismas. Ora, pues, atendamos a tantas
súplicas como los han sido hechas, ora consideremos los acontecimientos del Año
Santo, en verdad que sobran motivos para convencernos de que por fin ha llegado
el día, tan vehementemente deseado, en que anunciemos que se debe honrar con
fiesta propia y especial a Cristo como Rey de todo el género humano.
29. Porque
en este año, como dijimos al principio, el Rey divino, verdaderamente admirable
en sus santos, ha sido gloriosamente magnificado con la elevación de un nuevo
grupo de sus fieles soldados al honor de los altares. Asimismo, en este año,
por medio de una inusitada Exposición Misional, han podido todos admirar los triunfos
que han ganado para Cristo sus obreros evangélicos al extender su reino.
Finalmente, en este año, con la celebración del centenario del concilio de
Nicea, hemos conmemorado la vindicación del dogma de la consustancialidad del
Verbo encarnado con el Padre, sobre la cual se apoya como en su propio
fundamento la soberanía del mismo Cristo sobre todos los pueblos.
Condición
litúrgica de la fiesta
30. Por
tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor
Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes de la tierra el
último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la
festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve
todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón
de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X,
mandó recitar anualmente.
Este año,
sin embargo, queremos que se renueve el día 31 de diciembre, en el que Nos
mismo oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey, u ordenaremos
que dicha consagración se haga en nuestra presencia. Creemos que no podemos
cerrar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo, Rey
inmortal de los siglos, más amplio testimonio de nuestra gratitud —con lo cual
interpretamos la de todos los católicos— por los beneficios que durante este
Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico.
31. No es
menester, venerables hermanos, que os expliquemos detenidamente los motivos por
los cuales hemos decretado que la festividad de Cristo Rey se celebre
separadamente de aquellas otras en las cuales parece ya indicada e
implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que, aunque
en todas las fiestas de nuestro Señor el objeto material de ellas es Cristo,
pero su objeto formal es enteramente distinto del título y de la potestad real
de Jesucristo. La razón por la cual hemos querido establecer esta festividad en
día de domingo es para que no tan sólo el clero honre a Cristo Rey con la
celebración de la misa y el rezo del oficio divino, sino para que también el
pueblo, libre de las preocupaciones y con espíritu de santa alegría, rinda a
Cristo preclaro testimonio de su obediencia y devoción. Nos pareció también el
último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos
los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que
los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año,
terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de
celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de
aquel que triunfa en todos los santos y elegidos. Sea, pues, vuestro deber y
vuestro oficio, venerables hermanos, hacer de modo que a la celebración de esta
fiesta anual preceda, en días determinados, un curso de predicación al pueblo
en todas las parroquias, de manera que, instruidos cuidadosamente los fieles
sobre la naturaleza, la significación e importancia de esta festividad, emprendan
y ordenen un género de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan
servir amorosa y fielmente a su Rey, Jesucristo.
Con los
mejores frutos
32. Antes de
terminar esta carta, nos place, venerables hermanos, indicar brevemente las
utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la sociedad civil, ya de cada uno
de los fieles esperamos y Nos prometemos de este público homenaje de culto a
Cristo Rey.
a) Para la
Iglesia
En efecto:
tríbutando estos honores a la soberanía real de Jesucristo, recordarán
necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida
por Cristo, exige —por derecho propio e imposible de renuncíar— plena libertad
e independencia del poder civil; y que en el cumplimiento del oficio
encomendado a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad
a cuantos pertenecen al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de
nadie.
Más aún: el
Estado debe también conceder la misma libertad a las órdenes y congregaciones
religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo como son valiosísimos auxiliares
de los pastores de la Iglesia, cooperan grandemente al establecimiento y
propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observación de los tres
votos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más perfecta,
merced a la cual aquella santidad que el divino Fundador de la Iglesia quiso
dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y alumbra, cada día
con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos de todos.
b) Para la
sociedad civil
33. La
celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las
naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga
a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes.
A éstos les
traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto
por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por
sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas
injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los
mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las
leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los
jóvenes en la sana doctrina y en la rectítud de costumbres. Es, además,
maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán
sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la
vida cristiana.
c) Para los
fieles
34. Porque
si a Cristo nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el cielo y en la
tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con su sangre, están sujetos
por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza a toda la
naturaleza humana, claramente se ve que no hay en nosotros ninguna facultad que
se sustraiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo reine en la
inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme
y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es
necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y
preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo
los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El
estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como
instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de justicia para
Dios (35), deben servir para la interna santificación del alma. Todo lo cual,
si se propone a la meditación y profunda consideración de los fieles, no hay
duda que éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.
35. Haga el
Señor, venerables hermanos, que todos cuantos se hallan fuera de su reino
deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que todos cuantos por su misericordia
somos ya sus súbditos e hijos llevemos este yugo no de mala gana, sino con
gusto, con amor y santidad, y que nuestra vida, conformada siempre a las leyes
del reino divino, sea rica en hermosos y abundantes frutos; para que, siendo
considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con El
participantes del reino celestial, de su eterna felicidad y gloria.
Estos deseos
que Nos formulamos para la fiesta de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo,
sean para vosotros, venerables hermanos, prueba de nuestro paternal afecto; y
recibid la bendición apostólica, que en prenda de los divinos favores os damos
de todo corazón, a vosotros, venerables hermanos, y a todo vuestro clero y
pueblo.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año cuarto de nuestro
pontificado.
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