San Martín de Porres
Nació Martín
el 8 de diciembre de 1579, hijo de un importante hidalgo y de una mulata, en
Lima (Perú). Martín comenzó a familiarizarse con el bien retribuido oficio de
barbero, que en aquella época era bastante más que sacar dientes, extraer
muelas o hacer sangrías. Martín supo hacerse un experto por pasar como ayudante
de un excelente médico español. De ello comenzó a vivir y su trabajo le
permitió ayudar de modo eficaz a los pobres que no podían pagarle. Por su
barbería pasarán igual labriegos que soldados, irán a buscar alivio tanto
caballeros como corregidores. Pero lo que hace ejemplar a su vida no es sólo la
repercusión social de un trabajo humanitario bien hecho. Más es el ejercicio
heroico y continuado de la caridad que dimana del amor a Jesucristo, a Santa
María. Por el ejercicio de su trabajo y por su sensibilidad hacia la religión
tuvo contacto con los monjes del convento dominico del Rosario donde pidió la
admisión como donado para pasar luego a hermano. De todas la virtudes que
poseía Martín de Porres sobresalía la humildad, siempre puso a los demás por
delante de sus propias necesidades. En una ocasión el convento tuvo serios
apuros económicos y el Prior se vio en la necesidad de vender algunos objetos,
ante esto, Martín de Porres se ofreció a ser vendido como esclavo para remediar
la crisis. Murió tal día como hoy en 1639.
Vida de San
Martín de Porres
Fue hijo
bastardo del ilustre hidalgo -hábito de Alcántara- don Juan de Porres, que estuvo
breve tiempo en la ciudad de Lima. Bien se aprecia que los españoles allá no
hicieron muchos feos a la población autóctona y confiemos que el Buen Dios haga
rebaja al juzgar algunos aspectos morales cuando llegue el día del juicio,
aunque en este caso sólo sea por haber sacado del mal mucho bien. Tuvo don Juan
dos hijos, Martín y Juana, con la mulata Ana Vázquez. Martín nació mulato y con
cuerpo de atleta el 9 de diciembre de 1579 y lo bautizaron, en la parroquia de
San Sebastián, en la misma pila que Rosa de Lima.
La madre lo
educó como pudo, más bien con estrecheces, porque los importantes trabajos de
su padre le impedían atenderlo como debía. De hecho, reconoció a sus hijos sólo
tardíamente; los llevó a Guayaquil, dejando a su madre acomodada en Lima, con
buena familia, y les puso maestro particular.
Martín
regresó a Lima, cuando a su padre lo nombraron gobernador de Panamá. Comenzó a
familiarizarse con el bien retribuido oficio de barbero, que en aquella época
era bastante más que sacar dientes, extraer muelas o hacer sangrías; también
comprendía el oficio disponer de yerbas para hacer emplastos y poder curar
dolores y neuralgias; además, era preciso un determinado uso del bisturí para
abrir hinchazones y tumores. Martín supo hacerse un experto por pasar como
ayudante de un excelente médico español. De ello comenzó a vivir y su trabajo
le permitió ayudar de modo eficaz a los pobres que no podían pagarle. Por su
barbería pasarán igual labriegos que soldados, irán a buscar alivio tanto
caballeros como corregidores.
Pero lo que
hace ejemplar a su vida no es sólo la repercusión social de un trabajo
humanitario bien hecho. Más es el ejercicio heroico y continuado de la caridad
que dimana del amor a Jesucristo, a Santa María. Como su persona y nombre imponía
respeto, tuvo que intervenir en arreglos de matrimonios irregulares, en dirimir
contiendas, fallar en pleitos y reconciliar familias. Con clarísimo criterio
aconsejó en más de una ocasión al Virrey y al arzobispo en cuestiones
delicadas.
Alguna vez,
quienes espiaban sus costumbres por considerarlas extrañas, lo pudieron ver en
éxtasis, elevado sobre el suelo, durante sus largas oraciones nocturnas ante el
santo Cristo, despreciando la natural necesidad del sueño. Llamaba
profundamente la atención su devoción permanente por la Eucaristía, donde está
el verdadero Cristo, sin perdonarse la asistencia diaria a la Misa al rayar el
alba.
Por el
ejercicio de su trabajo y por su sensibilidad hacia la religión tuvo contacto
con los monjes del convento dominico del Rosario donde pidió la admisión como
donado, ocupando la ínfima escala entre los frailes. Allí vivían en extrema
pobreza hasta el punto de tener que vender cuadros de algún valor artístico
para sobrevivir. Pero a él no le asusta la pobreza, la ama. A pesar de tener en
su celda un armario bien dotado de yerbas, vendas y el instrumental de su
trabajo, sólo dispone de tablas y jergón como cama.
Llenó de
pobres el convento, la casa de su hermana y el hospital. Todos le buscan porque
les cura aplicando los remedios conocidos por su trabajo profesional; en otras
ocasiones, se corren las voces de que la oración logró lo improbable y hay
enfermos que consiguieron recuperar la salud sólo con el toque de su mano y de
un modo instantáneo.
Revolvió la
tranquila y ordenada vida de los buenos frailes, porque en alguna ocasión
resolvió la necesidad de un pobre enfermo entrándolo en su misma celda y, al
corregirlo alguno de los conventuales por motivos de clausura, se le ocurrió
exponer en voz alta su pensamiento anteponiendo a la disciplina los motivos
dimanantes de la caridad, porque "la caridad tiene siempre las puertas
abiertas, y los enfermos no tienen clausura".
Pero
entendió que no era prudente dejar las cosas a la improvisación de momento. La
vista de golfos y desatendidos le come el alma por ver la figura del Maestro en
cada uno de ellos. ¡Hay que hacer algo! Con la ayuda del arzobispo y del Virrey
funda un Asilo donde poder atenderles, curarles y enseñarles la doctrina
cristiana, como hizo con los indios dedicados a cultivar la tierra en
Limatombo. También los dineros de don Mateo Pastor y Francisca Vélez sirvieron
para abrir las Escuelas de Huérfanos de Santa Cruz, donde los niños recibían
atención y conocían a Jesucristo.
No se sabe
cómo, pero varias veces estuvo curando en distintos sitios y a diversos
enfermos al mismo tiempo, con una bilocación sobrenatural.
El
contemplativo Porres recibía disciplinas hasta derramar sangre haciéndose
azotar por el indio inca por sus muchos pecados. Como otro pobre de Asís, se
mostró también amigo de perros cojos abandonados que curaba, de mulos
dispuestos para el matadero y hasta lo vieron reñir a los ratones que se comían
los lienzos de la sacristía. Se ve que no puso límite en la creación al
ejercicio de la caridad y la transportó al orden cósmico.
Murió el día
previsto para su muerte que había conocido con anticipación. Fue el 3 de
noviembre de 1639 y causada por una simple fiebre; pidiendo perdón a los
religiosos reunidos por sus malos ejemplos, se marchó. El Virrey, Conde de
Chinchón, Feliciano de la Vega -arzobispo- y más personajes limeños se
mezclaron con los incontables mulatos y con los indios pobres que recortaban
tantos trozos de su hábito que hubo de cambiarse varias veces.
El santo de
la escoba fue canonizado por el Papa Juan XXIII el 6 de Mayo de 1962 con las
siguientes palabras del Santo Padre:
"Martín
excusaba las faltas de otro. Perdonó las más amargas injurias, convencido de
que el merecía mayores castigos por sus pecados. Procuró de todo corazón animar
a los acomplejados por las propias culpas, confortó a los enfermos, proveía de
ropas, alimentos y medicinas a los pobres, ayudo a campesinos, a negros y
mulatos tenidos entonces como esclavos. La gente le llama ‘Martín, el
bueno’."
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